No os tengo acostumbrados a las colaboraciones en esta newsletter, pero siempre es un lujo que se pase algún escritor por aquí para que nos regale alguna de sus historias.
Hoy le cedo las letras a
un escritor que en otra vida fue durante años un directivo de grandes empresas tecnológicas, hasta que un día decidió cambiar el PowerPoint por un cuaderno.¿No es un viaje del héroe maravilloso?
Os dejo con él
Después de Tomasa, me apetecía regresar al canal de Alba con un relato distinto.
Una historia sin venenos ni relojes, pero sí con raíces, con silencios y con un valle que guarda los secretos como solo la tierra sabe hacerlo.
Donde duermen los cerezos habla de regresar a los orígenes, de despedidas que también son reencuentros, y de esos lugares —físicos o emocionales— donde uno, por fin, decide quedarse.
Gracias, Alba, por el espacio, por la voz, por la complicidad entre relatos.
Nos seguimos leyendo,
Pedro Gala
Donde duermen los cerezos
Cada año, durante unas pocas semanas que parecían arrancadas del tiempo, el Valle del Jerte se cubría de un blanco irreal, como si una nevada tibia hubiese caído sin frío ni tormenta. No era nieve, claro, sino flor. Flor de cerezo, millones de pétalos abiertos a un cielo que aún no sabía si era invierno o primavera.
Para los turistas, era un milagro natural, digno de fotos, de exclamaciones y paseos cortos. Para los que vivían allí, en cambio, era otra cosa. Era un umbral. El anuncio de que el ciclo volvía a empezar, con toda su belleza, sí, pero también con todo lo que arrastraba: trabajo duro, recuerdos que florecían igual que los árboles, y ausencias que se notaban más cuando todo parecía más vivo.
Yo volví aquel año después de diez primaveras lejos. No por nostalgia, ni por buscar perdón. Volví porque ya no sabía dónde más ir. La floración me recibió como si no hubiera pasado el tiempo, como si el valle no supiera que yo lo traicioné al irme sin mirar atrás. El aire olía igual. El silencio era el mismo, roto solo por el zumbido de las abejas y los pasos lentos sobre la hierba húmeda. Y, sin embargo, algo había cambiado.
Mi madre murió una semana antes de que los primeros cerezos empezaran a abrirse. El médico dijo que fue el corazón, pero yo creo que se murió de cansancio. De estar sola, de llevar demasiado tiempo esperando que regresara. Encontré su casa en silencio, tal y como la dejé la última vez, con los muebles cubiertos por sábanas grises y la carta que nunca respondí aún guardada en el segundo cajón del aparador.
En el desván, entre cajas con fotos descoloridas y mantas de lana, encontré algo que no recordaba: una vieja libreta de tapas duras, escrita con su letra firme. Era un diario, pero no uno cualquiera. Era el suyo. Y hablaba de mí. De lo que pasó aquel año en que me fui. De lo que calló durante todo este tiempo.
“Él no lo sabe, pero lo protegí. Callé por miedo. Por amor. Porque la verdad habría destrozado lo que quedaba de nosotros.”
Leí esas líneas con las manos temblando, mientras, fuera, el valle se teñía de blanco. A cada página, la floración parecía más densa, como si los árboles quisieran ocultar lo que el cuaderno desenterraba. Porque la belleza del valle, lo entendí entonces, siempre había sido una forma de distracción. Una máscara para lo que en verdad crecía bajo tierra.
El valle no era solo un paisaje. Era la tierra que había visto nacer a mi madre, que me vio crecer a mí, y que ahora esperaba callada, como un testigo mudo, mientras el perfume de los cerezos flotaba entre las colinas. La floración traía consigo una verdad silenciosa, que parecía guardada entre los pétalos. Aquel manto blanco ocultaba algo que, hasta ahora, me había negado a ver.
El árbol de mi madre, con su tronco torcido, seguía allí. Estaba en plena floración, aunque sus ramas parecían más débiles que el año anterior. A su alrededor, los otros cerezos se alzaban como columnas de un templo olvidado, cubriendo todo el horizonte. Cada flor caía lentamente, como un suspiro llevado por el viento, hasta que el suelo se cubría de un tapiz blanco y suave.
Recuerdo que de niño, cuando corría por esos campos, solía creer que las flores que caían eran como pequeños fantasmas. De alguna manera, pensaba que cada pétalo llevaba consigo un alma perdida. El paisaje se tornaba más fantasmal a medida que los días pasaban y las flores caían una a una. Ahora, después de tanto tiempo, esa misma sensación volvía a mi mente.
Pero había algo más. Algo que me llamaba.
Al entrar en la vieja casa, el aire estaba cargado de polvo, pero el olor del hogar seguía intacto, mezclado con la fragancia de las flores que se colaba por las ventanas abiertas. En la mesa de la cocina, una foto de mi madre con una sonrisa que parecía tan ajena al dolor que le aguardaba me observaba en silencio. Junto a ella, una carta sellada que nunca había visto. Era el mismo papel envejecido en el que mi madre solía escribir sus recetas y sus listas, pero algo me decía que esta carta no era sobre compras ni sobre el huerto.
La abrí con manos lentas. El papel crujió, como si protestara por haber sido tocado después de tanto tiempo. Al leer las primeras palabras, mi respiración se detuvo.
“Mi querido hijo, si alguna vez llegas a leer esto, es porque ya no estaré aquí para decirte lo que guardé en silencio. La floración que cubre este valle no solo cubre la tierra. También oculta los recuerdos, los secretos que nunca debieron ser. Pero hay momentos en los que la naturaleza tiene que desvelar lo que nosotros tememos mirar...”
Me detuve. Ya no necesitaba leer más. Supe de inmediato que mi madre había conocido un amor imposible, algo que el valle mismo había enmudecido, cubierto con la pureza de sus flores. Un amor que, como el cerezo, parecía haber sido arrancado de su raíz por el paso del tiempo. El miedo que ella había tenido a hablar, a contarme la verdad, se había diluido en cada flor que caía lentamente hacia el suelo.
El viento susurró entre las ramas, como si me invitara a entender, a mirar hacia el fondo de todo lo que la floración había encubierto. Y entonces, el valle dejó de ser solo un paisaje cubierto de blancura. Se convirtió en un testigo, en un guardián del pasado, un guardián que sabía que el ciclo no sería completo hasta que yo comprendiera lo que realmente sucedió.
El día avanzaba, y el valle parecía moverse con su propio ritmo, entre la quietud de la floración y el murmullo del viento. Cada vez que respiraba, me sentía más conectado con la tierra bajo mis pies, con el mismo suelo que mi madre había cuidado durante tantos años. La carta que había encontrado me quemaba en las manos, pero al mismo tiempo, algo dentro de mí me decía que debía dejarla reposar. El pasado estaba allí, en los pétalos que caían suavemente, en la tierra cubierta de blanco. Y yo no podía correr más.
Llegué al árbol de mi madre. Su tronco, aunque envejecido y marcado por las estaciones, seguía erguido, firme en su lugar. Las flores cubrían sus ramas, como un manto blanco que le otorgaba una majestuosidad serena, casi sagrada. Me arrodillé a su lado, tocando con suavidad la corteza rugosa, como si quisiera comunicarme con él, con esa tierra que sabía tanto de mí y de los míos.
Recordé los días en que mi madre, con su voz suave y grave, me contaba historias sobre el valle, sobre cómo el tiempo no se medía en años, sino en estaciones, en cosechas, en las flores que cubrían la tierra cada primavera. “Aquí, hijo mío, las raíces siempre nos llaman”, decía ella mientras me señalaba los campos. “Este valle te recuerda que nunca puedes huir del todo. Y cuando vuelvas, como siempre lo harás, comprenderás lo que este lugar tiene para ofrecerte.”
Esas palabras ahora resonaban con fuerza en mi mente, como un eco del pasado. ¿Cuántas veces había deseado escapar de esta tierra, de los recuerdos que me ataban a ella? ¿Cuántas veces había rechazado mi legado, la tradición de mi familia, que se tejía en cada rincón del valle, en cada árbol que crecía con esfuerzo y esperanza?
Pero algo había cambiado dentro de mí. Ya no sentía rabia ni resentimiento, sino una profunda conexión con el lugar, con la historia que me envolvía, con lo que mis padres, y generaciones anteriores, habían dejado atrás. La floración de los cerezos, como un manto que cubría todo, no era solo belleza. Era un símbolo de lo que el tiempo nos da, de lo que nos exige y, a veces, de lo que perdemos.
El viento soplaba con más fuerza, las flores caían lentamente, cubriendo el suelo de blanco, como si el valle estuviera invitándome a quedarme, a aceptar lo que este lugar, mi herencia, me ofrecía. El secreto de mi madre, el dolor que había permanecido oculto durante tantos años, ya no parecía tan pesado. Había llegado el momento de soltar.
Me levanté, mirando el horizonte cubierto de cerezos en flor. La montaña que se alzaba a lo lejos, los caminos que conocía desde niño, todo parecía decirme lo mismo: es aquí donde debo estar. El valle no solo me había dado la vida, sino que ahora me pedía que la aceptara en su totalidad, con sus sombras y su luz, con sus recuerdos y sus promesas.
Decidí quedarme. No porque fuera una obligación, sino porque finalmente entendí lo que mi madre había querido decirme con su silencio. El valle era más que un lugar físico: era la memoria de los nuestros, el lazo invisible que nos une a quienes ya no están. Era un lugar que, a pesar de todo, nos daba la oportunidad de renacer.
Tomé la pala que había dejado olvidada en el suelo y empecé a trabajar, como lo hicieron generaciones antes que yo. La tierra, aún fría por el invierno, comenzaba a despertar, como el valle mismo. Las flores seguían cayendo, pero algo dentro de mí se sentía en paz, sabiendo que, al igual que los cerezos, yo también podía florecer, a mi manera.
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Simplemente magnífico Pedro. Como todos. Encima en el Jerte. Si que sentimos una fuerte atracción por nuestra tierra y la de nuestros padres.
El fin de semana pasado estuve de nuevo en Mérida y pasé por mi pueblo, la sensación no puede ser descrita, tan sólo "sentida" en lo más profundo. Es ese sentimiento de "estoy en casa", "aquí pertenezco," Gracias por narrarlo de esa manera tan bella ❤️
Ese relato pide continuación, podría ser una perfecta semilla para interesante libro. Ahí lo dejo...
Gracias Alba por traernos a Pedro! 🙃