Hace años (pongamos treinta, que así suena más dramático), era esa niña patosilla que prefería quedarse sola en la clase haciendo deberes antes que ir a clase de gimnasia. No es una exageración: fingía dolores que no existían, convencía a mi madre de que tenía “una tos rara” y llevaba siempre una excusa preparada del tipo “es que me duele justo aquí cuando respiro profundo”.
¿Mi objetivo en la vida por entonces? Aprobar educación física sin tener que sudar.
Mi gran sueño: que el profesor de gimnasia sufriera una crisis vocacional y se reconvirtiera en bibliotecario.
Spoiler: no pasó.
El caso es que odiaba el deporte. Odiaba la ropa deportiva. Odiaba ese pitido agudo del silbato y las colchonetas que olían a pies. Por no hablar del aparato del demonio: ese potro protagonista de todas mis pesadillas.
Con los años me fui reconciliando con la idea de mover el cuerpo, pero solo en plan decorativo. Una caminata bonita, un intento de yoga en casa donde acababa tumbada en savasana a los 5 minutos... y alguna que otra inscripción al gimnasio que duraba lo mismo que una relación de verano.
Porque aquí viene la gran frustración: el deporte no me daba resultados.
Ni perdía peso.
Ni me sentía más sana.
Ni me subía el ánimo.
Ni me transformaba mágicamente en una persona con coleta alta y piernas tonificadas que desayuna batidos verdes.
Yo solo veía sudor, agujetas, y la certeza de que lo mío era ser sedentaria con gracia.
Probé de todo:
– Matricularme con amigas (ellas iban, yo desertaba).
– Apuntarme a zumba (de las pocas clases que no he abandonado).
– Probar con rutinas de YouTube (me distraía viendo los cuadros de fondo en las casas de los influencers).
Nada funcionaba.
Hasta que, un día, tuve la revelación menos épica del mundo.
No hubo luces.
No hubo música inspiradora.
Solo hubo una mañana de enero, mucho frío y un espejo.
Me vi. Me vi de verdad.
Y no me gustó lo que vi.
No hablo del cuerpo: hablo de la energía, la vitalidad, el brillo en los ojos (ese que me salía solo cuando hablaba de croquetas, pero no del resto de mi vida).
Y entonces entendí una cosa:
El ejercicio no era una tortura: era una herramienta.
No un castigo, sino una forma de estar mejor.
Y decidí hacerlo a mi manera.
Con ayuda, sin excusas, y entendiendo que el objetivo no era ser otra, sino ser más yo. Con más fuerza. Con más salud. Con más energía para hacer lo que me gusta.
Hoy, me levanto a las 6 (sí, seis, seis de la mañana) para entrenar.
No siempre con una sonrisa. No siempre con ganas.
Pero con constancia.
Y sobre todo: con los resultados que antes no veía.
Duermo mejor.
Me concentro mejor.
Estoy más fuerte, más estable y, sí, también más feliz.
Y no, no me convertí en una influencer fit.
Sigo comiendo chocolate. Sigo saltándome entrenos cuando me da la real gana.
Pero ya no me convenzo de que el deporte “no es para mí”.
Porque lo es. Y también es para ti.
Deja de convencerte de que el ejercicio no es para ti.
No tienes que ser la de las mallas de 100 euros de color neón.
No tienes que correr maratones.
No tienes que hacer 75 burpees seguidos (ni uno si me apuras, yo los odio).
Solo tienes que empezar. A tu ritmo. Con tus reglas. Y con un plan que tenga sentido para tu vida.
Porque igual que yo me contaba la historia de “el gimnasio no es para mí”, tú también puedes estar contándote un cuento que no te lleva a ningún lado.
Y a veces, lo único que necesitas es un empujoncito, un mapa, y alguien que te diga que puedes.
Yo no soy entrenadora, pero Amador sí.
Y ha diseñado un plan de entrenamiento completo, gratuito, para que puedas dar ese primer paso sin miedo.
No hay promesas mágicas. Solo pasos reales.
Y si te estás preguntando si tú podrías hacerlo…
Sí. Si yo he podido, tú también.
El plan es gratis. 100%. Ni trampa ni cartón.
Solo tienes que hacer clic aquí y apuntarte a su newsletter:
Y si eres de esas personas que dicen “lo haré cuando tenga tiempo”, te propongo esto:
Hazlo cuando tengas 10 minutos.
Esos 10 que te tiras en TikTok viendo a gatitos adorables.
Porque lo importante no es por dónde empiezas.
Es que empieces.
Con ayuda.
Con la certeza de que estás apostando por ti.
Nos vemos en el gym. O en el sofá, después del entreno. Con el batido o con las croquetas. Tú decides.
Un abrazo sudado,
Alba
P.D. Si eres más de leer que de sudar, no pasa nada. Pero igual puedes ser de las dos cosas. Esta vez sí.
Por cierto…: No me he convertido en influencer, pero esta es mi primera newsletter patrocinada y me hace ilusión.
Todo lo que te he contado es 100% verdad, verdadera y con la ayuda de profesionales, el camino siempre se hace más fácil. Y si es gratis, ¿qué puedes perder?
Yo también me he hecho chica de gym. Jajajaja. Voy casi a diario y me gusta, me siento mejor.
La constancia es importante, pero también lo es ver los resultados que se logran con ella. En el gimnasio, me cuesta mantener esa constancia, quizá porque no termino de ver los resultados que me gustaría.