Turista emocionada (y hambrienta) frente a una señora de 93 metros
El segundo día amaneció con nervios, jet lag y una necesidad urgente de cafeína. Pero cuando una tiene cita con la Estatua de la Libertad, no se queja: se maquilla las ojeras, se pone las zapatillas buenas y tira pa’lante como una neoyorkina de adopción.
Y yo lo hice. Con estilo. Más o menos.
El ferry, la brisa… y el nudo en la garganta
Ver la Estatua de la Libertad de cerca es como encontrarte con un personaje de tu infancia. Lleva tanto tiempo en tu imaginario que no sabes si saludarla, abrazarla o hacerle una reverencia como a la reina.
Yo hice lo único que sabía hacer en ese momento fue dar saltos de alegría.
No a lo loco, que soy andaluza y dramática, pero elegante. Salté y solté alguna lagrimilla, lo justo para empañar las gafas de sol y parecer una turista sensible. Porque lo era.
No sé si fue el viento, el simbolismo, el madrugón o todo junto, pero estar allí, flotando frente a ese coloso verde, me recordó por qué quería verla. Por qué escribo. Por qué me dejo los ahorros en zapatos cómodos y protector solar factor 50. Para vivir esto.
Wall Street, iglesias y libros misteriosos
Después de ese momentazo emocional con Miss Liberty, seguimos el paseo por Wall Street, donde los trajes caros y las prisas ajenas nos hacían sentir en un capítulo de Succession, pero sin el drama familiar ni el jet privado.
Paramos en el Oculus. O lo que viene siendo la catedral del postureo blanco nuclear. Precioso. Una inmersión de arquitectura.
El Memorial del 11S fue un golpe seco al alma. Da igual cuántas veces hayas visto las imágenes, estar allí, en silencio, con ese sonido de agua cayendo constante… es como una página en blanco donde solo cabe respeto.
Y para aliviar un poco la emoción, nada como una parada literaria: The Mysterious Bookshop, una joyita escondida en Tribeca para amantes de la novela negra. Yo, por supuesto, salí con la idea en la cabeza de que Bloque 55 estará en esas estanterías algún día.
Broadway, dumplings y fotones
Paseamos por Broadway Street como si no nos dolieran los pies (nos dolían). En Canal Street nos ofrecieron bolsos falsos, relojes falsos y hasta un marido por 10 dólares. Todo muy pintoresco.
De camino al siguiente icono neoyorkino, pasamos por Chinatown, y por supuesto, por Little Italy. Una enamorada del Padrino como yo, no podía perderse el paseo por las calles donde casi asesinan a Don Vito Corleone.
El puente, los ladrillos y la casa de Truman
Cruzar el puente de Brooklyn es una experiencia mágica si no te molesta ir esquivando ciclistas como en un videojuego de los 2000.
Pero lo conseguimos. Y cuando cruzas y Brooklyn te da la bienvenida con sus casas bajas, sus árboles alineados y su luz suave de media tarde… entiendes por qué todo el mundo quiere vivir aquí (aunque nadie pueda permitírselo).
Visitamos la casa donde vivió Truman Capote, y sí, me tomé una foto delante como si me hubieran invitado a merendar. Porque uno tiene que creerse sus propias fantasías.
Después vino el paseo por DUMBO (Down Under the Manhattan Bridge Overpass, que si no lo digo me explota el acrónimo) y las vistas de Manhattan desde el Time Out Market. Allí cenamos en una terraza con luces cálidas, unos tacos al pastor que sabían a gloria.
La mordida final
Ese segundo día fue el que me recordó que los viajes también son maratones. Que la belleza no siempre viene con subtítulos y que Truman Capote tenía buen gusto.
Dormí como una piedra esa noche. Pero una piedra feliz, con el corazón lleno de postales vividas y la memoria oliendo a tabasco.
Lo que viene...
En la próxima entrega de Nueva York a mordiscos, nos vamos a un día medio improvisado y perfecto.
Gracias por seguir este paseo conmigo.
Y ya sabes, si alguna vez dudas de si hacer ese viaje pendiente…
Piensa en Truman Capote mirándote desde su porche de Brooklyn y diciéndote:
"Querida, no hay mejor historia que la que todavía no has vivido".
Nos leemos la semana que viene, con el paladar preparado para más mordiscos.
Alba
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